jueves, 27 de agosto de 2009

Sobre la lectura

Recomendamos esta relfexión de la Dra. Guadalupe Arbona sobre los motivos profundos de la disminución mundial de la lectura. Y sobre por qué es un valioso desafío vital volver a leer.


George Steiner en uno de sus artículos afirma que "nuestra civilización de hoy es, en puntos decisivos, una civilización después de la palabra". Esta afirmación aparentemente genérica se traduce en un abandono -práctico, no teórico- de la lectura y, consecuentemente, de estima por los libros. De hecho los datos de las estadísticas son elocuentes, a pesar del elevado número de títulos publicados en España, los índices de lectura descienden sin parar. Parece que la decisión de emprender la lectura de un libro entraña fatigas, esfuerzos y pocas esperanzas de compensación. ¿Qué es lo que ha pasado, por qué un libro hace bien poco era un bien precioso y hoy uno de los graves problemas de las editoriales es saldar o destruir los fondos que de ser nuevos pasan en poco tiempo a ser un estorbo? ¿Por qué los libros son mirados con recelo, casi de reojo y rehusando todo lo que huele a clásico, como si clásico fuese sinónimo de tedioso?

El libro se ha convertido en un objeto molesto y ajeno, y eso en el mejor de los casos, y si se exceptúa algún best-seller que se estructura con la gramática del serial televisivo o en el caso de que guarden alguna relación con la dinámica de la película de aventuras. Sería fácil echarle la culpa a la cultura de la imagen. Casi todos lo piensan: después de la palabra, la imagen. Ya no se lee, dicen algunos, porque la palabra ha sido sustituida por la imagen. Demasiado simplificadora esta respuesta, e ingenua, porque la palabra crea imágenes. El problema no es la competencia del mundo visual, que bienvenido sea, la cuestión es más profunda y radica en la terrible escisión que se ha producido ente palabra y mundo, entre lenguaje y realidad, como señala el reciente Premio Príncipe de Asturias de Humanidades. Ya para Kant el realismo inocente de poder nombrar lo que se ve aparece herido de muerte; después llegó el refuerzo del psicoanálisis que vino a fortalecer la desconfianza en la palabra, cualquier historia o relato parecía encubrir una colección de oscuras pulsiones. A estos dos movimientos se añaden la campaña emprendida por el universalismo científico que desde el siglo XIX se empeñó en purificar el lenguaje y en convertirlo en objeto de ciencia. La demoledora fuerza del positivismo quiso hacer no sólo del lenguaje, también de la obra de arte algo semejante a una rata susceptible de ser diseccionada en un laboratorio o a un familiar líquido que analizado en una probeta nos da su composición H2O. Esta pretensión científicista forzaba en primer lugar a los filólogos y al mundo de la Academia pero poco a poco llegó a los creadores. Reuniendo estas tres corrientes de pensamiento, aparecen las dos grandes tragedias del siglo XX; las dos contiendas bélicas, y especialmente el holocausto, contribuyen a quebrar los hilos más tiernos de la relación entre lo que se dice y su significado.

Este abismo entre mundo y palabra ha sido testimoniado dolorosamente por algunos, baste pensar en Finnegans Wake de Joyce, donde las lenguas se dehacen; en La tierra baldía de T.S. Eliot, poema en el que describe esa Europa desolada y sin primaveras. Y de manera diferente, esta disociación se refleja en ese mundo que busca perpetuar un tiempo autónomo y autosuficiente de En busca del tiempo perdido de Proust. O esos terribles libros que Kafka quería que fuesen como "hachas que quiebren la mar helada que llevamos dentro". Son distintas formas de describir el dolor de un mundo quebrado en su inocencia primera. Pero todo empezó antes y esto son destellos elegíacos o proféticos de un proceso que quiso negar la misteriosa, que no inexistente, relación entre ficción y realidad. Y con esta fractura se perdía la confianza en poder nombrar las cosas, explicarlas con parábolas, fantasear a partir de ellas, preguntarse por el sentido, denunciar sus miserias, jugar con agradecimiento o divertirse con sus gracias.

(...)

El libro deja de ser ajeno cuando el mundo que refleja es elocuente para nuestra experiencia; cuando se convierte en una verdadera experiencia estética de participación en algo que antes no teníamos. De pronto, ante nosotros aparece el libro con su prodigiosa estructura material: la página de papel, blanca, lisa de la que nacen - en negro- amores y muerte, contemplaciones y rebeliones, amigos y enemigos. Así comienza a ser necesario cuando admitimos, como el niño que reclama el cuento de los labios de su madre, que nos adentramos en un mundo, en una experiencia, en una situación que no hemos generado nosotros, cuyo recorrido tenemos que aprender a descubrir, y del que desconocemos el final. Ya lo decía C.S. Lewis, la lectura es una aventura sólo si es equiparable con un paseo en bicicleta por caminos desconocidos y guiados por alguien que ya los conoce. A esta actividad la llama recibir -en el sentido activo del término, participar de lo que se recibe- la obra de arte. Lo contrario es montar en bicicleta, con un motor añadido, por caminos ya trillados. A esto lo llama usar la obra de arte.

Solamente es posible abrir y pasar las páginas de un libro cuando nos sentimos necesitados de más mundos, cuando anhelamos más tiempos, cuando queremos codearnos con reyes traidores, con enanos liliputienses o paraísos fantásticos, cuando se quiere sufrir y gozar de nuevo con los amores de dos que se juraron amor eterno o descubrir algo más de nosotros mismos, de nuestras aspiraciones y melancolías y de quién las ha satisfecho… En definitiva, esos ajenos e innecesarios objetos dejan de serlo cuando con ellos queremos poseer un poco más este mundo, que no es "ancho y ajeno" sino grande y desafiante, y poseerlo un poco más con las palabras.

Guadalupe Arbona Abascal. Artículo completo publicado en Revista Calibán http://www.archimadrid.es/deleju/caliban/revistas/2001/oct10/pag14/01.html

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