jueves, 27 de agosto de 2009

Clásicos actuales: Gran Sertón: veredas, de João Guimarães Rosa

Gran Sertón: veredas es considerada como el epígono de la literatura brasileña del siglo XX. Es sin duda una epopeya “…guiada por la extrema presencia de la fe”, como decía el poeta Cavalcanti Proença.

“Viviendo se aprende, pero lo que se aprende,
más, es sólo a hacer otras preguntas mayores”
Guimarães Rosa (Gran Sertón: veredas)

Leer Gran Sertón: veredas de João Guimarães Rosa es rehacer el gran viaje de la vida guiados por quien ya lo transitó y ahora, al volver a contarlo, quiere “….saberlo todo diferente: lo que quiere no es el caso completo en sí, sino la sobre-cosa, la otra-cosa”, va detrás de esta memoria de su vida “….queriendo hallar el rumbito fuerte de las cosas”.

Se recorren sus seiscientas páginas como se vive la existencia humana, camino largo y complejo que se resume en el título Gran Sertón: veredas. El ‘sertón’ (sertão) son las vastísimas tierras incultas del interior del Brasil, un inmenso territorio cruzado por las ‘veredas’, valles que se forman entre las sierras y mesetas desérticas del sertón. Los misteriosos dos puntos del título son como un lazo fuerte, que irá desvelando su significado en la lectura, entre el gran desierto y el valle fértil, rodeado de palmeras de burití y pequeños ríos: “¡Viajar! pero de otra manera: ¡transportar el sí de aquellos horizontes!” (395)

La crítica, desconcertada ante una obra de la índole de Gran Sertón cuando se publica en los años cincuenta, ha consagrado luego a Guimarães Rosa y a esta novela en particular como el epígono de la literatura brasileña del siglo XX. Es sin duda una epopeya “…guiada por la extrema presencia de la fe”, como decía el poeta Cavalcanti Proença.

Un forastero quiere conocer el sertón, “este mar de territorios”. Riobaldo, yagunzo de por allí (así se llamó a los singulares justicieros de esa inhóspita tierra) desea acompañarlo y mostrarle todo lo que él ha visto y vivido, pero ya está viejo para cabalgar junto al extranjero, lo acompañará entonces por el sertón a través del relato de sus recuerdos: “…los altos claros de las Almas: el río se despeña de allí, en un afán, espuma próspera, bruje; cada cascada, sólo tumbos [...] Quien me enseñó a apreciar esas bellezas sin dueño fue Diadorín” (42) El yagunzo cuenta su vida, entretejida desde muy joven por el hilo de un amor secreto: “Por todas aquellas lejanías he pasado, con persona mía a mi lado, queriéndose bien la gente. ¿Ya calculó, sufrido, el aire que es añoranza?”

Riobaldo une su camino al de este otro yagunzo, Diadorín. Nombre sonoro, con dos significados que nos guían en la lectura de toda la obra (en Guimarães es una constante la meditación sobre el lenguaje, en el que el hombre se descubre a sí mismo). Diadorín quiere decir tanto “travesía del dolor” (διά: a través; δορ: dolor) como “don divino”. Por si fuera poco, en la etimología de su versión femenina Diadorina, tendríamos Δια: Zeus y δορος: regalo. Riobaldo atraviesa el sertón junto a Diadorín, y aprende en su compañía las primeras verdades, como por ejemplo que el amor es una ofrenda y no es distinto al mayor de los sufrimientos: “El corazón es esto, todos estos pormenores. El amor, ya de por sí, es un algo de arrepentimiento.” (55)

Alicia Saliva

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